Por Óscar Cuevas
Estamos cerca de las elecciones presidenciales de 2018, que parecen ser, tanto por su volumen como por el contexto violento y de desconfianza que vive el país, uno de los procesos electorales más complicados que ha visto el México post-tecnócrata. El alejamiento que va creciendo cada vez más lo han hecho palpable diversas casas encuestadoras, que con sus estudios de opinión, han dejado claro que la ciudadanía mexicana no se siente representada por quienes detentan los diversos cargos públicos.
Ante este escenario, en el presente texto pretendo hacer un brevísimo recorrido histórico de las campañas presidenciales, para intentar responder si la ciudadanía mexicana existe, y no solamente es resultado de una teorización constante sobre el deber ser electoral. Te invito a viajar en el tiempo.
Las elecciones en México tienen un déficit de credibilidad importante, recientemente, se han acusado fraudes electorales en por lo menos dos elecciones recientes. Recordamos todavía la caída del sistema, los plantones enfrente del monumento a la Revolución, la poca legitimidad del gobierno de Calderón y Peña Nieto. La ciudadanía mexicana tampoco ha colaborado mucho en lo que se refiere a la participación, ya sea por la vía electoral o por otras vías alternas.
La elecciones intermedias, tienen un promedio de 40% de participación, mientras que las presidenciales, tienen una media de 65% aproximadamente. El problema radica en la simulación. Concuerdo con el doctor Mora cuando afirmaba, palabras más, palabras menos; que las leyes no sirven de nada si no existen costumbres que las respalden y si hay flojedad en los funcionarios públicos que están encargados de cumplirlas.
En la historia de México hemos tenido muchos ejemplos de esta situación. Desde la República Restaurada hasta la época actual podemos encontrar a la simulación electoral como una constante que busca legitimar procesos electorales fantasmagóricos. Mientras que en la primera elección presidencial, en el lejano 1867, los legisladores se esforzaron por hacer una norma a la altura de las circunstancias, se olvidaron de forjar, dentro de la ciudadanía, un espíritu democrático.
Las primeras elecciones en México sentaron un pésimo augurio, que daría forma a un sistema de clientelismos y prebendas que se mantiene hasta hoy. Este doble aspecto de la corrupción como, por un lado, endémica al sistema político mismo y, por otro, como una forma socialmente aceptada de atacar contrincantes políticos, afecta profundamente a la participación en la vida política. (Lomnitz: 1982; 299)
Desde aquél entonces, se ha utilizado a la maquinaria electoral para llenar el enorme hueco que existe entre las leyes, su aplicación y la mayor parte de la ciudadanía. Actualmente, la democracia electoral mexicana cuenta con un complejísimo sistema de seguimiento y organización, que no ha logrado generar el insumo principal de las democracias post-modernas: la confianza.
Ya lo mencionó Escalante Gonzalbo (1992) en su Ciudadanos Imaginarios: la hipótesis de la Voluntad General, la del consenso, y las demás fórmulas de legitimación explican la autoridad, no la crean. Esto es justo lo que ha escapado a nuestros gobernantes y legisladores a lo largo de la historia política nacional. La ciudadanía se encuentra inmersa en una fantasmagoría, actualmente, no existe ese vínculo político entre los individuos y el estado.
Al contrario, la distancia ha llegado a tal grado, que, incluso se habla de los hijos de los funcionarios públicos de la élite mexicana como los mirreyes, esa clase política que heredará el poder público sin la mínima idea de qué hacer con él. La división histórica, cuasi ontológica entre la clase política y la ciudadanía tiene su fundamentación en la desconfianza, el chingado y el chingón de Paz se presentan nuevamente en la escena.
Mientras que la ciudadanía no tiene confianza en sus servidores públicos pues los conciben como sinónimo de deshonestidad y desfachatez; los políticos miran al pueblo con recelo. Lo que sucede es, explica Ponciano Arriaga (1856), que en nuestro país hay todavía algo de horror al pueblo.
El que una vez llega a la Presidencia sera un candidato perpetuo; el que ha sido ministro ha de estar entrando y saliendo del poder, y el electo disputado lo ha de ser siempre. Si se amplía el número, si la renovación se hace por totalidad, si no hubiera reelecciones, vendrían a los Congresos hombres nuevos, sencillos, que no pasasen por sabios, y acaso todo andaría mejor, porque habría más fe y más firmeza en las convicciones.
Otra vez, Kumamoto y AMLO como los mesías esperados. Dorna y el líder carismático en busca de los Pinos. El pueblo concebido bajo un paternalismo enmascarado de nueva cuestión social. En la historia de México ningún candidato ha asumido el poder como resultado de la voluntad del pueblo. Desde la República Restaurada hasta antes de las elecciones de 1988, los presidentes eran los caudillos o los líderes que lograban imponerse por medio de la fuerza a sus más cercanos contrincantes.
Después de 1988, el sistema electoral mexicano, en las elecciones presidenciales, ha funcionado como un mecanismo que otorga legalidad más no legitimidad a los presidentes. Tal vez la excepción fue Vicente Fox y su narrativa machista-empresarial incluyente. Si no se toma en cuenta este proceso electoral, todos los demás han sido una fachada, en donde la voluntad del pueblo es violentada en las casillas más lejanas y asiladas de manera sistemática.
La microviolencia del poder y la narco-política son el nuevo binomio que es aprovechado por los viejos cacicazgos y las familias que han construido su patrimonio gracias al erario público y a la ignorancia generalizada de la ciudadanía.
@CuevasO33
Reblogueó esto en órbita políticay comentado:
A dos meses de las elecciones presidenciales, en este texto se abordan los mecanismos que se han utilizado históricamente para legar al poder. Checa si son legítimos y legales.
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