Por Luis Miguel Hoyos Rojas
Profesor de Derecho Constitucional Económico, Filosofía Moral y Política.
Primera parte
Nuestras sociedades vienen deflactando desde décadas la profunda desigualdad que flagela a la región. Existe a la sazón un innegable esfuerzo desplegado por la sociedad civil, tribunales constitucionales e instituciones que han puesto en marcha un formidable aparato de emancipación y cambio social. Sin embargo, la desigualdad parece metamorfosearse, reciclarse y gozar de buena salud. ¿A qué se debe este fenómeno?
La epistemología que se excluye.
Daryush Shayegan dijo: “la luz viene de occidente”. No quiero con esta afirmación parecer antropocentrista ni occidentalcentrista. Pero tenemos que saber que tenemos algunas singularidades que nos diferencian de los demás. Piensen que, cuando Descartes inicia su enorme anuncio sobre lo que existe lo hace epistemológicamente. Empieza a preguntarse ¿qué tenemos que entender? y contesta: “tenemos que entender nuestro propio entendimiento”. Es decir, crear una autorreflexión capaz de develar lo que está ahí que se ignora. Existen saberes, cierto que así es. Pero solo nuestro sistema de pensamiento se ha preocupado por la epistemología. Los “temas epistemológicos” siempre son temas para nosotros. Es la manera que hemos encontrado para poner espacio entre nosotros y los mitos. Para construir quiénes somos. Porque a diferencia de muchas culturas, en occidente, no nos limitamos a vivir el mundo, lo vivimos y entendemos. Esta última es nuestra gran novedad: ser una humanidad creada. Pero creada por sí misma a lo largo de un proceso de tres siglos reflexivos y sumamente violentos de acción. Donde las innovaciones morales, políticas y técnicas son constantes.
La epistemología y su relación con la histórica política son parte de la novedad de lo nuestro. Es quizás la característica más importante que hemos construido. Nietzsche, por ejemplo, fue el primero en presentarlas. La “conciencia histórico-política”, como llama Mary Beard a la epistemología política, es la articulación de las ideas para atacar con ellas el inmemorial pasado que se presenta reenvasado. Porque la epistemología política es valedora de la democracia. Nos ayuda a entender, desde la clave cartesiana y a veces hegeliana, como la justicia e injusticia; la desigualdad, opresión y precariedad; y el individualismo o formas sociales han dado forma a un momento de la humanidad que llamamos historia. Por lo tanto, sin la incardinación de la “colonización” en la perspectiva política de la epistemología, no entenderemos la importancia de haber superado esa etapa que hizo parte de nuestro proceso civilizatorio.
Sin la epistemología política jamás lograremos entender que, aunque perdimos muchísimo en la fase colonizadora, aquella fue la condición de posibilidad que logró un posterior proceso de racionalización política. No mirarlo en esta perspectiva, es dar un salto a la regresión que en ocasiones nos ubica en un discurso esencialista y relativista cultural. Lo que implica desde Wellmer, rememorar la naturaleza de un “sujeto libre” que todavía se cree “esclavo”. De ahí que todavía entendamos la colonización como un proceso de construcción de una identidad perdida que debe ser completada por neorelatos. Así planteado, el estudio de la colonización no debe limitarse a la descripción de un tipo de injusticia que solo el sentido del tiempo hizo posible. Aunque tampoco debe ignorarse. La colonización y sus procesos deben ser comprendidos desde el marco de la epistemología política como etapa de la refundación del concepto de humanidad. Desde abajo del todo como afirma Marcela Lagarde.
La “colonización” y el mundo antiguo.
Fijémonos por ejemplo en las preguntas cardinales de la ciencia y el pensamiento ¿cómo es posible el orden de las ideas y de las cosas?, ¿cómo es posible conocer nuestras posibilidades en el orden de la naturaleza? Descartes hizo estas preguntas. La intención fue correcta. Porque en toda ciencia debe haber un discurso bien hilvanado de lo que parecen verdades que tienen que ser evidentes y, por lo tanto, en su orden, demostradas. Así funciona la razón, así han de funcionar el saber y la ciencia. Pues bien, el sentido epistémico acompañado de una gran acción humana permitió a Europa renunciar a los fundamentalismos tras la llegada de la Paz de Westfalia (1648). Y en algunos lugares de las Américas ha logrado irracionalizar la desigualdad social, política y económica. Chile viene siendo producto de esto. No obstante, cabe plantear otra pregunta cardinal ¿entendemos hoy el fenómeno de la colonización en el marco de lo epistémico-político?
La actual hermenéutica latinoamericana brinda una respuesta distinta a la colonización. Apoyada en la teoría decolonial, es un relativismo cultural que tiene su centro epistémico en autores como Spivak y Grosfoguel. Plantea “la descolonización de todas las jerarquías de dominación y la refundación, es decir, la creación de una nueva civilización originaria justa e igualitaria”. Es decir, un orden teórico que no asume la colonización como un proceso de ruptura civilizatoria para la aparición de una autoconsciencia moral y política. Sino que asume el proceso colonizador como un tipo de dominación que debe ser objeto de depuración. El discurso latinoamericano sobre la colonización es también un uso explicativo preocupado por construir una nueva era cultural que centra la decolonialidad en una criba cultural (con relación a las demás culturas) que no somete al tribunal de la depuración lo nativamente heredado.
No vemos emerger en ese discurso decolonial cuestiones referidas a ¿puede ser la desigualdad al interior de los pueblos y comunidades propias un mal uso inveterado que simplemente hemos heredado? Es impensable tal crítica. Ni siquiera se puede suponer que, de la tradición más nativa de todas, hayamos adquirido cosas que simplemente sean malos usos vetustos. El orden explicativo de la teoría decolonial se apoya en distintos vectores para encontrar rasgos de una identidad latinoamérica mayormente “culturalista” que moral. Para esto se vale de elementos pertenecientes a épocas que tuvieron que ser irracionalizadas: esencialismos, misticismos, barreras culturales, etc. Lo que pone de manifiesto límites. Pues toda pretensión neohistórica como diferencia culturalista no es más que un reduccionismo. Y en el peor de los casos, una tentativa de involución.
La “razón nativa” escapa de cualquier posibilidad de diálogo, por citar la “ética discursiva” de Habermas. Sino que la única manera de estudiarla es aceptándola sin ningún tipo de interpelación. Es decir, existe una imposibilidad teórica que no permite revalidar ningún tipo de práctica o forma de pensamiento originario. Porque se afirma que aquellas son la expresión de “culturas puras” o formas de pensamiento superior. Pasándose aseverar, que somos nosotros los “invasores” y que el derecho de los pueblos nativos puede en ocasiones ser mayor a todo lo que existe. Es como si las personas nativas (entre otras) estuvieran fuera del consenso democrático por estar hechas de otra pasta. ¿Qué nos separa de los indígenas o pueblos nativos? Racionalmente nada. Solo nos diferencia un relato origen. Desde mi punto de vista quisiera señalar la existencia de cierta explicación relativista que presenta a otros seres humanos como la encarnación de sagradas prácticas proverbiales incapaces de ser interpeladas. Conducta que no es homologable por el sistema democrático universal. Porque se acepte o no la democracia es un racionalismo político. Así desde el irenismo la teoría decolonial acepta sin interrogación todo cuanto viene en nombre de la “identidad aborigen”. Esto no está mal. Nada hay de negativo en las “realidades otras”. Pero la ausencia del “factor interpelación” es un craso error en el análisis de las diferencias humanas. Porque ninguna ha nacido lo complemente deflactada como para presentarse como buen producto. No hay que olvidar que hasta hace poco una diferencia que parecía buena era aceptada en todo occidente: “mujeres y varones no valen lo mismo”. Y esta generó demasiada desigualdad. Aún la vemos como norma en otros tipos sociales. Así planteado, pareciera que la teoría decolonial confundiera tolerancia con gnoseología. Por lo que es común analizar en todos los discursos decoloniales una fascinación por una “estética” pero cualquier diálogo o interpelación de la “ética nativa” es inadmitida.
La teoría decolonial es un ejemplo del discurso de la fascinación que sucumbe a lo extático. Que romantiza todo por un origen. Pero ignora que somos una humanidad pensada resultado de un gran salto que nos separó del mero “suceder mítico”. Porque no habitamos un mundo exclusivamente mítico. Somos instituciones, comportamientos, reglas y costumbres. Todo debe pasar por el tribunal de la razón. Y sabemos lo que es la razón porque la Modernidad nos ha hecho cargo de ese enorme monto reflexivo en que consistimos. Conocemos muy bien cómo se vive según los relatos legendarios. Son nuestro pasado directo. Los derechos que hoy llamamos “humanos”, por ejemplo, tuvieron que romper epistémicamente con su pasado “divino”. No somos súbditos ni adoradores. Y aunque oremos somos gentes de las ideas con culturas susceptibles de interpelar y convivir. En eso consiste el hábitat democrático.
El análisis epistémico de la colonización debe ser entonces intelección del pasado y, por tanto, capacidad de comparación crítica. Es constatar como transcurrió el pensamiento-acción y como este ha modulado las pautas morales de quienes han vivido en un momento especifico de la historia. Es admitir que no somos tan distintos, que no tenemos una extraordinaria dignidad que fue destruida por un proceso de colonización. Sino que dejamos en el pasado un proceso de opresión que a nativos y “no nativos” nos permitió evolucionar hasta civilizadas maneras de habitar el mundo. Porque ninguna cultura del pasado, incluso la nuestra, es susceptible de ser reconocida como “abierta”. Eso jamás existió. Es como el mito del “matriarcado” de Bachofen que sirvió de fundamento al llamado feminismo de la diferencia.
En un lugar como América Latina tenemos que desprendernos de esa idea que afirma que antes existieron “culturas puras”. Aunque no falta el que encuentra a las “completamente incluyentes”, el paraíso terrenal directamente. Es decir, contra todo el sistema de pensamiento, algunos académicos vindican la existencia primitiva de una “racionalidad de la especie”. Como suele decirse de ciertas prácticas culturales de la región que, siendo nativas, precisamente son interpretadas desde códigos del siglo XXI y no desde épocas precolombinas. Ignorando que, si la lógica fuera la de aquella época, ni siquiera pudiéramos definir lo que explicamos hoy. Lo que con mala fe se oculta es que llevamos siglos depurando y deflactando la violencia entre grupos humanos. Nada de lo que vemos, me refiero al pensamiento, es consecuencia del sentido común. La modulación de nuestros tipos sociales es producto de nuestras formas racionales de habitar el mundo. De ahí que veamos ciertas sociedades en la que la irracionalidad es de tan pasmosa ferocidad, que nos recuerdan a la barbarie del mundo antiguo. Piensen en la inmensidad de la violencia del Medio Oriente que no es ninguna broma. Lo nativo no es sinónimo de avanzado y lo avanzado no es emancipatorio. La conducta humana antes de que el pensamiento fuera el discurso de develación era mecánica. Solo cuando la racionalidad compareció surgió la posibilidad de hacer avances igualitarios como los que conocemos. Esa ha sido la historia de la igualdad y la libertad modernas.
Piénsese por ejemplo en San Bartolomé de las Casas ¿no vindicó la igualdad de los indígenas?, pero ¿qué sucedió con su vindicación? Su avanzado igualitarismo no prosperó porque no encontró suelo fértil. Sino el piso de bronce de una sociedad estamental que destruyó su sermón. Lo mismo le ocurrió a la mujer. Christine de Pizan lo vivió en carne propia. Hasta hace poco la esclavitud era un derecho y a los homosexuales los apedreaban, bueno, aún los ahorcan en ciertos tipos sociales. Antes de la Modernidad encontraremos la rebeldía de los oprimidos y en el caso que nos convoca, avances técnicos o sociopolíticos. Pero no un avance moral entendido como discurso articulador de cambio social capaz de desactivar el régimen opresor. Normalmente solemos creer que un avance tecnológico o técnico (incluso en antiguas civilizaciones) es sinónimo de avance moral. Pensar así es estar equivocado.
No siempre el avance cultural va aparejado a la innovación moral. Por ejemplo, las innovaciones científicas occidentales pueden ser admitidas en casi todo el mundo sin problema. Musulmanes y judíos pueden subirse a un avión, usar un iPhone y usar una tarjeta de crédito emitida por un banco latinoamericano. Así como también algunos pueblos radicales de África se inyectarán la vacuna contra el COVID-19 producida en Alemania y Estados Unidos. Pero eso no significa que aquellos acepten las bases morales en que la ciencia occidental se asentó para presentarse. Esto mismo sucedió en el mundo antiguo. Hubo avances socioculturales, pero no necesariamente un avance moral. Ninguna sociedad moralmente abierta, por citar a Popper, existió antes. Toda la desigualdad y misoginia que en algunos casos puede revelar nuestra contemporaneidad, son pervivencias del pasado del que jamás tendremos una memoria completa. Por lo que estudiar la colonización es atreverse a ejercer, con la metodología y cautela suficiente, la comparación crítica y epistémica.